Hace cinco décadas, los estudiantes de la Universidad Nacional se lanzaron a las calles, protagonizando un movimiento que parecía sincronizar al México adormilado de los últimos estertores del Nacionalismo Revolucionario, con la vibración psicodélica y antisistema que recorría el mundo.
Praga, Tokio, Chicago, Los Ángeles, Seattle y muchas otras ciudades fueron escenario del choque generacional de la época, proponiendo desconfiar de los mayores de treinta años, alejarse de las estructuras de poder instituidas por las democracias burguesas y empujando la negociación política de las calles hasta los gabinetes gubernamentales, aderezado todo con consignas y planteamientos filosóficos de avanzada.
Sin embargo, el movimiento en México probaba que la distancia con esas democracias era tan grande que, mientras las juventudes callejeras pedían la destrucción, piedra por piedra, del sistema capitalista, opresor y aburguesado, el pliego petitorio de los jóvenes mexicanos pedía que el gobierno regresara al orden constitucional que, en nuestro país, casi siempre ha sido letra muerta.
Lo que pedían nuestros muchachos (debiera decir “la generación de mis padres”, pero quedaron para siempre fijados en nuestra memoria como “muchachos”) era muy simple y fácil de lograr, con un poco de flexibilidad por parte del gobierno.
No pedían derrocar al régimen, instalar comunas y modos de producción de corte maoísta, solo querían un cuerpo policiaco razonable, derogar un par de artículos obsoletos del código penal, separar del cargo a dos funcionarios policíacos, que visiblemente habían perdido el control de sus corporaciones, liberar presos políticos e indemnizar a las víctimas de la represión.
Sin embargo, la desconfianza de un sistema político que ya había dejado de funcionar, incluso para los propios cuadros del partido hegemónico, aunada a la paranoia del Presidente Díaz Ordaz, hicieron que la pequeña chispa que iluminaba la vida de esos jóvenes pareciera incendiar completo el barco, provocando mayor cerrazón del gobierno ante la constancia y alegría con que los estudiantes se lanzaron a la feliz tarea de cambiar el mundo.
Quizá pecaron de inocentes, pero la respuesta final, con la sangre derramada innecesariamente el 2 de octubre, y las detenciones, torturas, interrogatorios y prisión de los líderes, marcó para siempre aquella generación y puso un candado de silencio sobre los movimientos sociales, forzándolos a la clandestinidad y a una escalada de violencia en la que el régimen de la Revolución, en sus encarnaciones posteriores a Díaz Ordaz, no se detuvo hasta casi ahogar por completo la protesta juvenil.
Las películas que integran esta primera edición de ARCADIA nos ponen cara a cara con esa juventud, los cambios que pedían, la alegría de sus reuniones y marchas y, también, tocan un réquiem a los muertos, víctimas de la represión de estados que no comprendían la proporción del cambio que se planteaba.
Para la Filmoteca de la UNAM es un privilegio ser depositaria de buena parte de esa memoria colectiva y, en el cincuentenario de los hechos, poner a disposición de quienes acuden hoy a la Universidad, el cine que relata esa era, para que lo visiten de nuevo, lo entiendan en su contexto y lo tengan como piso firme para inventar sus propias utopías y, quizá, enmendarle la plana a aquella generación y las que la seguimos, encontrando un camino hacia la paz, la igualdad y el progreso compartido.
Hugo Villa Smythe
Director General de Actividades Cinematográficas
Filmoteca UNAM